Una fábula india relata cómo un grupo de ciegos que jamás habían visto un elefante fueron encomendados a tocar uno y describir su forma posteriormente. A tal efecto cada uno de ellos fue situado en una parte diferente del cuerpo del paquidermo. Sus descripciones –convencidas e incontestables pues se fundamentaban en su propia experiencia- vinieron a conformar tantos animales distintos como ciegos lo estaban tocando.
¿Es posible que el ser humano conozca la verdad o al menos que la reconozca cuando hay entre nosotros tal disparidad de criterio y de visiones de la realidad? El sentido común debería ser la herramienta perfecta para definir el contorno de lo razonable, pero como dijo Descartes, “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo pues cada cual piensa estar tan bien provisto de él, que aún los más difíciles de contentar en cualquier otro asunto no desean generalmente más del que tienen”.
En un mundo como el nuestro sometido cada vez más a las leyes del mercado y, por consiguiente, al “tanto tienes tanto vales”, la visión de la realidad está necesariamente afectada. ¿Cómo discernir cuál es la verdad cuando entran en juego variables de beneficio, que son las que hoy por hoy dirigen el mundo? ¿Es rentable la verdad? ¿Merece la pena buscarla cuando su esencia áspera y dura puede desbaratar nuestra imperiosa necesidad de confort y placer? ¿No está el ser humano dotado de inteligencia (e imaginación) para moldear la verdad a imagen y semejanza de sus aspiraciones vitales?
“Después de la verdad nada hay tan bello como la ficción”. Visto a día de hoy, el aforismo de Machado es susceptible de ser interpretado como lema ideológico: si la verdad me resulta insoportable siempre me quedará la inagotable posibilidad de fabularla a mi antojo. ¿Sigue siendo verdad una verdad fabulada aunque se haya asumido como la verdad y nada más que la verdad? ¿Somos siquiera conscientes de que fabulamos la realidad para acercarla a nuestros objetivos?
“La verdad os hará libres”. ¿Y quién no quiere serlo? Luego quien la posea podrá ostentar la capacidad de conducirnos hacia la libertad. Será por eso que cualquiera que aspire a conseguir o conservar el poder tiende a poner en marcha los mecanismos necesarios para ofrecer la verdad a sus acólitos o, en su defecto, una ficción que se le parezca convincentemente. “¡Con luz y taquígrafos! ¡Somos transparentes! ¡No tenemos nada que ocultar! ¡Es la pura verdad!”, escuchamos bramar a diario a nuestros dirigentes para alejar la sombra de la sospecha; o a los grupos de la oposición para proyectar esa sospecha sobre los rivales convirtiéndolos en enemigos de la verdad y por tanto de todo ser racional que aspire a vivir en libertad. Y qué decir de todos los “opinadores profesionales” que aparecen a diario en los medios de comunicación confundiendo la verdad con la opinión. Interpretando los hechos a su antojo para hacerlos coincidir con su particular ficción de la realidad. Pero ¿no hacemos todos un poco lo mismo? ¿No necesitamos todos ser “de verdad”, ser “auténticos”? ¿No nos arrogamos todos la posesión de la verdad? ¿No lo necesitamos todos para justificar nuestra forma de vivir? ¿Y cómo ser juez de uno mismo en el afán de ser honesto? Según Platón, el amante es ciego cuando se trata del objeto de su amor. Si, por lo tanto, cada uno de nosotros se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, debe estar ciego en lo que a él mismo respecta…
Pero, al final, ¿no consiste la verdad íntima en la relación de lo que decimos y lo que hacemos? Fue tras esa pregunta cuando recordé una palabra que había leído en un artículo: la ‘parresía’. Michel Foucault la define perfectamente en Discurso y verdad en la antigua Grecia:
“La parresía es una forma de actividad verbal en la que el hablante tiene una relación específica con la verdad a través de la franqueza, una cierta relación con su propia vida a través del peligro, un cierto tipo de relación consigo mismo o con otros a través de la crítica (autocrítica o crítica a otras personas), y una relación específica con la ley moral a través de la libertad y el deber. Más concretamente, la parresía es una actividad verbal en la que un hablante expresa su relación personal con la verdad, y arriesga su propia vida porque reconoce el decir la verdad como un deber para mejorar o ayudar a otras personas (y también a sí mismo). En la parresía, el hablante hace uso de su libertad y escoge la franqueza en lugar de la persuasión, la verdad en lugar de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en lugar de la vida y la seguridad, la crítica en lugar de la adulación, y el deber moral en lugar del propio interés y la apatía moral”.
El parresiastés, la persona que practica la parresía, era, como no podía ser de otra manera visto lo visto, un individuo molesto e irritante. La práctica de la parresía fue quedando relegada ante la aparición de la retórica, más educada, persuasiva, elegante y, sobre todo, menos peligrosa para la “verdad” de cada uno. Los parresiastés debieron convertirse en los primeros misántropos pues, a fuerza de no querer ser escuchados, fueron relegados y expulsados de la vida en sociedad. O tal vez se apartaron voluntariamente de ella en respuesta al odio que les generaba la mentira en la que viven los seres humanos.
Hace falta ser muy valiente para ser un parresiastés. Es necesario tener las cosas muy claras. Es necesario tener una clara perspectiva sobre la propia vida como para arrogarse la posesión de la verdad.
Alceste es un parresiastés. O al menos se comporta como si lo fuera. Quiere, anhela vivir en la verdad. Quiere ser honesto y sincero y que los demás lo sean con él. Pero como cualquier ser humano está lleno de contradicciones. Son estas contradicciones y su incapacidad de encontrar el término medio que le permita vivir en paz lo que le lleva a retirarse al desierto por el que clama desde la primera conversación con su amigo Filinto.
¿No es esto una vergüenza? -Se preguntaba Sócrates a punto de morir hablando sobre los misántropos- ¿No es evidente que semejante hombre se mete a tratar con los demás sin tener conocimiento de las cosas humanas? Porque si hubiera tenido la menor experiencia, habría visto las cosas como son en sí, y reconocido que los buenos y los malos son muy raros, lo mismo los unos que los otros, y que los que ocupan un término medio son numerosos. Sócrates contemplaba la misantropía como una consecuencia de otra falta aún más grave: la misología o la enemistad con la razón. Pero ¿es más razonable Filinto por defender ese justo punto medio que a todos contente y con nadie se enemiste que Alceste por buscar denodadamente la sinceridad y la honestidad? Según Aristóteles, “el criterio reside en la percepción. El modo de ser intermedio es en todas las cosas laudable, pero debemos inclinarnos unas veces hacia el exceso y otras hacia el defecto, ya que así alcanzaremos más fácilmente el término medio y el bien”.
El término medio… Ni pa ti ni pa mí… Buscar el consenso… Sí. Posiblemente sea lo más razonable… Y, sin embargo, hay algo en la lucha desesperada que libra Alceste que me emociona profundamente. Tal vez la pasión con la que actúa en unos tiempos laxos como los nuestros en los que parece que se impone el “todo vale”. Donde cada vez cuesta más trabajo distinguir lo que está bien de lo que está mal y, por tanto, se difumina la idea de lo que es la libertad. Donde a fuerza de no querer que las cosas sean blancas o negras todo se ha vuelto gris. Alceste es un ‘parresiastés’ porque pone en peligro su integridad en aras de defender la verdad. Porque no se acomoda a la ficción imperante y porque está dispuesto a perderlo todo en defensa de lo que cree. Para ello intenta ser honesto consigo mismo en todo momento, primer paso para serlo con los demás. Eso lo convierte en un hombre decente. Y como decía un amigo suyo, príncipe de Dinamarca, “ser un hombre decente es ser uno entre diez mil”.
Miguel del Arco
Director y adaptador de Misántropo
Misántropo puede verse del 9 al 26 de marzo en El Pavón Teatro Kamikaze.