Cuando empecé a trabajar en Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores, la obra de Lorca, una pregunta me rondaba la cabeza: ¿quién es Rosita, a día de hoy? Para poder relacionarme con el personaje necesitaba encontrar un referente en la vida real. Para ello, escribí este texto. Lo escribí pensando que podría ser una escena. Finalmente no lo fue; como tantos otros, se quedó por el camino, pero me sirvió para tener la sensación de que estaba hablando de alguien real, para acercarme al corazón de esta mujer con la que iba a compartir varios meses de vida.
Curiosamente, después de montar la obra, las zonas en sombra de Rosita se han ido ensanchando. No tengo la sensación de saber más sobre el personaje. No tengo la sensación de poder entenderla o explicarla. Tampoco quiero. Esas esquinas inexplicables del personaje son las que la hacen viva: irreducible a una idea, un concepto, o un texto.
Pablo Remón. 23 de noviembre de 2020
¿Quién es Rosita, a día de hoy?
¿Quién es Rosita, a día de hoy? Sabes perfectamente quién es. Es una prima tuya. Es una buena chica, de provincias. Estudió, por ejemplo, Derecho. O Administración de Empresas. Trabaja en la Diputación, de auxiliar administrativo. Tiene mucho tiempo; las tardes se le hacen eternas. Para entretenerse, lee novelas de setecientas páginas que suceden en mundos helados permanentemente. Con minotauros, enanos, dragones. De vez en cuando queda con sus amigas de la Universidad. Antes salían por ahí. Ahora quedan los domingos por la tarde en una tetería. Hay una que se casó muy joven. Luego otra. Y ahora, este verano, la tercera y última. Después, vienen los niños. Aquello, la tetería, se llena de críos que juegan con la carta de tés y con los sobres de azúcar moreno. Las pocas veces que ella cuenta algo personal, la atención de sus amigas se dirige hacia sus hijos. ¿Por qué no? Los niños son frágiles. Su salud peligra. Ella, en cambio, es una mujer hecha y derecha. Está a punto de cumplir cuarenta. Las madres hablan de modelos de carritos plegables mientras beben sus tés del mundo. Compran pisos sobre plano en zonas en las que ella no ha estado nunca. Deja de verlas.
Busca nuevas amigas, nuevas experiencias. Se apunta a baile. Zumba, baile del vientre. Se compra ella también un piso, en otra zona. Va de vacaciones a Vietnam con una amiga nueva, una amiga que no es muy amiga, pero las dos están solteras, así que van juntas. En la bahía de Halong, a trescientos kilómetros de Hanoi, rodeada de palmeras y de rocas calizas, ve el resto de su vida extenderse ante ella como una autopista iluminada en la noche: todo fácil, todo llano, todo conocido. Se compra un perro.
Va a un refugio y allí lo ve, el perro, la cabeza ladeada, los ojos húmedos. Piensa: “las cosas van a cambiar”. Vuelca mucho en ese perro. Es increíble lo inteligente que puede ser un animal. Algunas noches, después de pasearlo por el parque sin árboles de su nueva urbanización, después de ver dos capítulos de la última serie de moda, no sabe dormirse y saca, de un armario, una caja de zapatillas Converse en la que guarda entradas de conciertos de los 90, recuerdos de viajes y las cartas de un novio. Un novio, sí, con el que salió cuando tenía veinte años. Estuvieron juntos unos años. Él se va al extranjero, ella le espera. Se escriben cartas. Ella, en su pequeña ciudad de provincias, habla mucho de su novio: está en Alemania, haciendo prácticas. Va a verle. Son viajes incómodos. Hacen el amor en casas compartidas con amigos. La situación no es fácil: ella tiene su trabajo en la Administración. No va a dejar un puesto fijo para irse a Alemania a ¿qué? Él conoce a otra, pero a ella no la deja. Nunca dice: “te dejo”. No le dice nada. Deja de escribirle cartas. Ella piensa que es una etapa, que es temporal. Le dicen que tiene otra novia. Le dicen que va en serio, le dicen que se olvide de él, le dicen… Pero esos que dicen no saben nada: no estuvieron con ellos aquel fin de semana que no paró de llover en Marsella, no conocen el cuarto del hotel de tres estrellas al que iban cuando él volvía a la ciudad, no han leído cientos de veces las cartas de él, ¿qué saben estos que hablan? No saben nada.
Los chicos que conoce no le interesan. Con sus tristes calvas incipientes, con sus madres sobreprotectoras y su mezquindad de provincias, la aburren. Los compara con este novio que tuvo, con el novio que a veces fantasea que aún tiene, y siempre salen perdiendo. Así que los ignora. Sigue hablando de su novio. Primero, en voz alta, a los demás. Luego, a sí misma, en su cabeza.
Es cierto, a veces piensa que toda su vida ha sido una equivocación. Le extraña que lo que ha vivido hasta ahora, hasta estos cuarenta y cinco años que está a punto de cumplir, haya sido su vida real y no un ensayo para su vida. Su cara se va convirtiendo en la cara de alguien al que han estafado en una atracción de feria. Le sorprende que no haya otra oportunidad (nadie se lo dijo). Haría todo distinto. O no.
Ella, al menos, amó, piensa.
Y con ese pensamiento cae dormida en el lado derecho de su cama de matrimonio (sobre el colchón viscolástico hecho para sostenerla a ella y a otro), las cartas esparcidas en el lado izquierdo, el fantasma de una presencia.