Siempre hemos creído que el teatro debe tener una parte de provocación, entre otras muchas cosas, así que vamos allá: en cierta forma la culpa de la corrupción política que estamos viviendo en este país la tenemos todos.
Hemos tenido apasionadas discusiones con la gente que niega esta afirmación, reclamando su inocencia. Y no dudamos de su sinceridad y comprendemos su punto de vista, pero seguimos pensando que en esa afirmación hay parte de verdad.
“Antes de que se lo quede Hacienda…”,“¿Con o sin factura…?”,“No voy a ser yo el más tonto…”Son frases literales que muchos habremos oído o incluso dicho.
Pero también habremos oído muchas veces al que dice “hombre, pero no es lo mismo…”¿Son corruptos el profesional liberal y el pequeño hostelero que cobran parte de sus trabajos en B (y de esos seguro que conoces varios)? ¿O la PYME que maquilla algún dato aquí y otro allá para no tener que devolver parte de una pequeña subvención a la que no ha logrado dar cumplimiento en su totalidad? ¿O el presidente francés que “coloca” a su hija como consejera…? ¿O el tendero que “coloca” a su sobrino en Mercamadrid descargando cajas? ¿Los que evitan el engorro administrativo o el monto del IVA y el IRPF saltándose la facturación de pequeñas cantidades?
Está claro que no son iguales las altas esferas y las bajas: la lesión que se provoca, además, al erario público es muy superior en esos grandes corruptos que vemos por la tele.
Aunque también habría que sumar muchas pequeñas lesiones, para enfocar bien el problema…
En cualquier caso, cuidado: considerar corrupta a toda una sociedad es el mejor argumento para que los grandes corruptos queden impunes: “lo hace todo el mundo”. Y no es lo mismo la micropyme que lucha por su supervivencia, trabajando duro, que el consejero con chalet, apartamentos en las playas y saneado patrimonio…
¿O sí?
Digamos que no, pero entonces: ¿dónde ubicamos el listón rojo? Un listón que nos permita diferenciar entre la pequeña trampa y el grave delito. ¿En la cantidad defraudada o robada? Tiene su lógica.
Pongamos, pues, la “cifra”. Pero especifiquemos si es unitaria o acumulada. Y fijemos el “tiempo” de la vida durante el cual se puede “acumular”. ¿Un único lapso vital…? Poco operativo. ¿Lapsos parciales? ¿De cuánto? ¿Prescriben? ¿Se regeneran, como los puntos del carné de conducir? ¿Cuándo…?
Y también surgen otras preguntas: ¿cómo quedaría una de esas “pequeñas corrupciones” por debajo del listón, diez años después, en la primera plana de los periódicos referido a, por ejemplo, cualquier polémico ministro de algo?
¿Entonces no depende solo de la cantidad? ¿Sino también de la “mediaticidad”?
La complejidad del asunto ya está contemplada por la legislación occidental, fraguada con el tiempo e imperfecta, desde luego, que lidia con un infinito de casos y matices posibles. Sin recetas mágicas ni absolutos, que mucho me temo no existen, como Dios, la Belleza o la Verdad (aunque no por eso vayamos a dejar de intentar crearlos, siquiera de forma temporal).
¿Tenemos entonces que “conformarnos” con la corrupción? En modo alguno. ¿Pero acaso basta con meterlos en la cárcel, cuando su ejemplo cunde sin límites y el vecino italiano nos brinda un preocupante ejemplo de conexión entre mafia y política? ¿No estaremos siendo autocomplacientes? ¿O quijotes buscando gigantes?
Quizás si nuestra sociedad, hace cuatro siglos, hubiera apoyado a los protestantes, alineándose con la visión política y moral que reclamaba ética a los individuos (gobernantes o no) por encima de todo, la historia sería diferente. Pero no, nos fuimos a defender (a capa y espada) a los vendedores de bulas, a los gobernantes que exhibían imperios e infalibilidades (siempre a cambio de algo). Quizás la rectitud y la moralidad del mundo anglosajón y protestante se esté resquebrajando también últimamente, pero allí parecen saber, al menos mejor que aquí, que no es cuestión de cantidad, ni de tiempo, ni incluso de leyes. Que la rectitud empieza dentro de uno mismo y responde solo ante su propio dios interno, que jamás podrá ser sustituido por ningún tribunal.
Desde luego que aquí tenemos un sano escepticismo ante las posturas puritanas, cultivado a través de los siglos, y un depurado sentido del humor para sacarles punta. Pero quizás sería hora de que empezáramos a pensar que esa exigencia moral, cuando no se refiere a determinadas cuestiones amatorias, es un buen ejemplo a seguir.
Quizás sería hora de que, además de rasgarnos las vestiduras por cada nuevo caso de corrupción, empezáramos a montarle el pollo al prójimo (a veces muy próximo) que nos ofrece o reclama el trabajo sin IVA; al que nos vende parte del piso en b; o al que se jacta de lo bueno que es su gestor evadiendo impuestos, por poner ejemplos cotidianos.
La cultura empresarial de este país ha sido siempre amiguista. Y pagar impuestos, un mal universal. Está en nuestro ADN y llevará generaciones cambiarlo. Pero de esos polvos vienen estos lodos, crecientes a medida que lo público se ensancha con el crecimiento de la Administración. Y paralelos a una empresa privada acostumbrada a medrar bajo la protección de la Autoridad.
Pero no cambiará si no legislamos progresivamente de forma más restrictiva (sobre todo en la financiación de los partidos y en la separación de política y empresa). Y si no educamos a las nuevas generaciones en el valor del estado como digno fruto de la sociedad, al margen de orientaciones ideológicas o políticas. Sin recetas mágicas ni rasgado de vestiduras.
¿Quiere todo esto decir que, en cierta forma, este espectáculo o sus autores defienden o justifican de alguna manera la corrupción? Desde luego, quiere decir que le sacamos punta (no dejamos de ser españoles) y ofrecemos un puñado de carcajadas y buenas canciones para sazonar el tema.
Y respecto a si la explicamos o la justificamos, pues… Vengan a verlo y hablamos.
Julio Salvatierra y Álvaro Lavín
(Meridional Producciones)
Autor y director de Iberian Gangsters
Iberian Gangsters puede verse en El Pavón Teatro Kamikaze del 1 al 30 de julio de 2017