Dice Edward Dowden: El enigma de Hamlet permanece en la mente como un elemento que siempre la invita, pero que nunca puede explicarse hasta el fin. No se puede, por lo tanto, suponer que alguna idea o frase mágicas puedan resolver las dificultades que plantea el drama e iluminen de pronto todo lo que en él hay de oscuro. La vaguedad es inherente a la obra de arte, que no se plantea un objetivo sino la vida misma.
Enfrentarse a Hamlet tiene algo suicida, lo que no es una mala premisa de partida ni para mí, que soy un Kamikaze, ni para el Príncipe cuya conciencia anhela en no pocas ocasiones darse muerte para dejar de sufrir. Pero como dice Harold Bloom, Hamlet tiene una mente tan poderosa que las actitudes, los valores y los juicios más contrarios pueden coexistir dentro de ella coherentemente. El ser y el no ser a un mismo tiempo y de forma tan ilimitada como él mismo es capaz de pensarse, el sueño de una conciencia infinita. Un poema ilimitado habitado por un personaje ilimitado sobre un escenario que es puro espacio mental. Palabras, palabras, palabras…
¿Qué podríamos aportar nosotros a Hamlet que no se haya dicho ya? Nada. Absolutamente nada. Y al mismo tiempo, todo. No abordar Hamlet porque ya se ha hecho de mil formas diferentes sería tan ridículo como quedarse paralizado ante la propia vida porque muchas otras vidas fueron incluso perfectas antes que la tuya. Hay tantos Hamlets posibles como personas quieran imaginarlo. Incluso más, porque el Príncipe tiende a cambiar de forma y, cuando estás seguro de haber imaginado al verdadero, al auténtico, te descubre una cara oculta hasta ese momento que te fuerza a seguir imaginando.
Uno nunca debe comenzar un montaje (y menos Hamlet) esperando ser innovador, revolucionario o con la vocación de dejar a los demás boquiabiertos. Pero tampoco debe amilanarse. Hay que estar abiertos a la experiencia. Dispuesto a seguir la propia intuición. Hay que decidir. Porque eso que “querríamos” hacer deberíamos hacerlo cuando podemos. Pues ese “querría” sufre tantos cambios, caídas y ponderaciones, hasta que querría no es más que un derroche de aliento que duele al ser expirado. Con esta premisa y el corazón tan excitado como cuando comienzas un largo viaje, nos pusimos en camino. Nosotros “queríamos” hacer Hamlet. ¿Por qué Hamlet? Me preguntaron sin cesar. Uno salía al paso con respuestas de libro, pero en realidad la respuesta a la pregunta ¿por qué Hamlet? no comienza a perfilarse hasta que no te pones a hacer Hamlet (y lo que obtienes no es una respuesta sino muchas más preguntas).
Los ensayos comenzaron en diciembre de 2015 después de dos talleres de investigación. Fueron unos ensayos duros. Por la complejidad del texto, que parecía que se nos escapaba entre las manos a cada paso y por la complejidad técnica del montaje que decidimos poner en pie. El camino no se allanó. Por momentos se volvía impracticable. Creo que por primera vez en mi carrera somaticé un poco más de lo habitual los problemas y me puse enfermo. ¡Yo nunca me pongo enfermo! Esta vez sí. Una infección tremenda con fiebre made in Elsinor. Viví los ensayos como un bucle en el que parecía haber quedado atrapado al mismo tiempo que me sobrecogía a diario la velocidad con la que los días pasaban y el estreno se nos echaba encima. Los intervalos entre “creo que lo tengo” y “no lo veo, no lo veo” eran cada vez más breves y enloquecidos: la vida de un hombre puede extinguirse antes de contar “uno”. Su Majestad puede que lo tenga claro. Yo no. Me sentía morir. Literalmente. Intentaba recordar que algún idiota me dijo alguna vez: tampoco te lo tomes tan en serio, es solo teatro. ¿Solo teatro? ¿No eran reales los vértigos que sentía? ¿La aceleración del corazón hasta límites desconocidos? ¿La imposibilidad del sueño que hacía que los días se tiñeran de irrealidad? ¿Esa mezcla rayante entre el más profundo cansancio y el golpe de adrenalina? Absolutamente reales. Tan reales como las emociones que me producían los actores los buenos días de ensayos. “¡Los actores, céntrate en los actores!”, me ordenaba a mí mismo cuando sentía que el suelo a mi alrededor se iba desvaneciendo como en un juego de realidad virtual. Los actores no fallan si tú no les fallas. Tenía una compañía de maravillosos actores entregados a la causa en cuerpo y alma. Israel en especial, consciente y preparado técnica y emocionalmente para semejante reto. Yo debía estar a la altura y me apliqué para escalarla.
Recuerdo un día que Israel se lanzó de espaldas con la confianza absoluta de que Hamlet recogería su cuerpo antes de estrellarse contra el suelo. Todavía estábamos en la sala de ensayos. El actor a un metro escaso de distancia… Antes de que pronunciara una sola palabra supe que algo estaba a punto de suceder. Su respiración me sobrecogía. Y entonces… Si pudiera derretir la solidez de esta carne, fundirla para que se disolviera en el rocío… Espacio y tiempo se transformaron. Dejé de ser un director, dejé de estar en los ensayos. Fui carne de Hamlet y borré de mi memoria todos los recuerdos triviales porque nada más existía y nada más importaba. Ay, madre, si no fuera por estos momentos…
Y llegó el estreno en el Teatro de la Comedia. El estreno siempre llega (y siempre pasa y te deja tiritando, pero de esa sensación de desamparo que vive un director una vez que ha estrenado ya hablaré en otra ocasión si se tercia). Todo el papel vendido. Máxima expectación. Unos aplaudieron enfervorecidos y otros se llevaron las manos a la cabeza. Unos: “¿Qué habéis hecho? ¡Esto no es Hamlet!” Otros: “¡Por fin un Hamlet!” Unos: “es lo mejor que has hecho en tu vida”. Otros: “¡que le prohiban hacer teatro!”, “¡Ha dado en la diana!”, “¡Se le ha ido la olla!”, “¡Maravilla!”, “¡Truño!”, “Larga”, “Corta”, “¿¡¡Reggaeton!!?”, “¡Que le corten la cabeza!” Efectivamente, “¡hay más cosas en la tierra y en el cielo de las que sueña nuestra filosofía!”
Llevamos casi un año de gira. Lo que es un decir porque las giras se han convertido en bolos de fin de semana, sábados en concreto. Si eres afortunado puede que hagas dos funciones en la misma plaza. O puede incluso que los programadores de dos plazas diferentes pero cercanas geográficamente entre sí unan fuerzas para que les salga un poco más barato y decidan llevar el espectáculo el viernes a una plaza y el sábado a la otra (esto que parece tan sencillo y lógico pasa con la misma frecuencia que el cometa Halley).
Mover Hamlet de gira ha sido aún más complicado que los ensayos. Cada bolo una agonía, una empresa épica. Una compañía como la nuestra no puede permitirse un día de premontaje. Los técnicos comienzan a montar a las 8 de la mañana para hacer la función a las 8 de la tarde. Es poco menos que imposible llegar técnicamente. Imposible por completo que los actores puedan tener un rato en el escenario para aclimatarse al nuevo teatro. Imposible retocar, afinar, cuidar los detalles. Los técnicos llegan con la lengua fuera, hacen la función y después vuelven a desmontar porque un día extra de desmontaje también es imposible. Imposible, imposible, imposible. Hacer teatro cada vez es más imposible.
Después de todas las carreras me siento a ver la función. Trago saliva para ver si me baja el corazón a su sitio. Pienso: esto no tiene sentido. No quiero seguir así. También pienso: el espectáculo debe continuar… ¿Hasta cuándo? ¿Hasta caer reventados? ¡Hay que continuar! NO. Vamos a dejar de hacerlo y punto… Un gentío vociferando en mi cabeza me impide concentrarme en la función. Y parece que Hamlet, desde el escenario, lo nota. Él es una estrella. Requiere toda la atención. No permite que haya más voz que la suya. El príncipe afina su verbo solo para mí y dispara: ¡Qué gran obra es el hombre! ¡Su capacidad de razonar, sus infinitas facultades! Expresivo y admirable en forma y movimiento. Como un ángel en acción, como un dios en pensamiento. Portento del mundo, paradigma de los animales. Y, sin embargo, ¿qué es para mí esta quinta esencia del barro? Sus palabras llegan claras. Se posan sobre mí con suavidad y se instalan en mi cabeza haciendo que cualquier otra voz desaparezca. Sembrador de los deslumbramientos. En cada palabra, una imagen; en cada palabra, el contraste; en cada palabra, el día y la noche. Y mi dolor se suma como un pequeño afluente para acaudalar el inmenso dolor de Hamlet. Soy parte y todo. En toda tragedia, detrás del frenético torbellino de pasiones humanas, de impotencia, de amor, de odio, detrás de los cuadros de ardientes aspiraciones y fracasos percibimos el lejano eco de una sinfonía mística que nos habla de lo antiguo, íntimo y entrañable. Nos han separado del círculo del mismo modo que en otras tiempos se separó la tierra. El dolor está en esta eterna separación, en el mismo “yo”, en el hecho de que yo no sea tú, en que no se halle todo en torno mío, en que todo –el hombre, las piedras, los planetas- están solos en el inmenso silencio de la noche eterna…
Vuelve Hamlet. Hamlet debe volver permanentemente. ¡Te celebramos, príncipe!
Miguel del Arco
Director y adaptador de Hamlet
Hamlet puede verse del 9 de febrero al 5 de marzo en El Pavón Teatro Kamikaze.