En estos últimos diez años, he tenido la suerte de poder interpretar a tres de los más grandes personajes clásicos que, de una manera o de otra, han marcado mi carrera. Los tres los he hecho con Miguel del Arco como director, persona clave en mi trayectoria y a la que debo el mejor don que te puede regalar un director de escena: la complicidad.
La oportunidad de interpretar a estos personajes hace que se establezca una relación muy especial con ellos. El trabajo no es solo crearlos, darles vida, sino que al mismo tiempo que uno se ocupa de eso, se siente arrastrado por una corriente que va debajo. ¿Cómo interpretar a Hamlet ignorando los cientos de Hamlet anteriores? ¿Las miles de líneas escritas acerca de sus enigmas? ¿Cómo interpretar a Ricardo III sin pensar de qué forma dialoga con nuestra sociedad actual? ¿En qué ha cambiado el ejercicio del mal desde que lo interpretara Laurence Olivier? Si es que ha cambiado… ¿Cómo encarar al Alcestes de Misántropo sin preguntarte si hay una nueva manera de darle luz, si es necesario arrancarle la forma para acercarse al público de hoy?
Los tres son personajes que pertenecen al imaginario colectivo, que han trascendido la ficción para encaramarse como mitos que hablan –de quiénes éramos, de dónde venimos– y que nos interpelan como un fantasma familiar para cuestionarnos nuestras decisiones y objetivos. Son personajes profundamente políticos. Sus historias van directas a los pilares sobre los que hemos construido nuestras sociedades occidentales. Dice Pascal Rambert en su obra Ensayo: “Hay al final de Hamlet un montón de cadáveres. El teatro occidental está construido sobre la escena del montón de cadáveres. Y estamos ahí”.
La elección de hacer estas piezas, de interpretar estos personajes, va más allá del mero placer. Hay un misterio profundo que uno puede sentir inmediatamente al encararlas. Son piezas que trascienden el teatro. Debajo de ellas están los cimientos del porqué los hombres decidimos vivir en sociedad. De los peligros que nos acechan en la soledad y la ausencia de empatía con el prójimo. Son obras que nos alertan. Y que conviven y se relacionan entre sí. Según Carl Jung, existe un inconsciente colectivo que pertenece a toda la humanidad y que emerge a través del arte, que es la forma de hacer visible lo invisible. Y Walter Benjamin decía que todo ya está hecho, y discurre en una corriente subterránea de la que el arte se sirve para dar a luz sus obras.
A veces, al estudiar Misántropo, Hamlet y Ricardo III he sentido esa corriente. He sentido que estas obras te eligen a ti, no tú a ellas, que eres un mero instrumento para reflexionar sobre algo más profundo que tú mismo desconoces. Ellas se hablan entre sí. Dialogan. Y, al echar la vista atrás y recordar las tres, veo una dramaturgia espontánea que se ha ido creando alrededor de las tres producciones.
Ahí van algunas de las conexiones que me han ido surgiendo estos días interpretando al rey Ricardo:
Hay una relación entre los protagonistas de Ricardo III y Misántropo. Si el segundo es el paradigma de la pureza, aquel que señala la corrupción de la sociedad y que pelea por conseguir hacer ver al resto su hipocresía, Ricardo en un trasunto de la corrupción misma. Él es el rey en un mundo sin solución. Nadie como él para reconocer la falta de civilización real en ese estado de naturaleza. No gobierna el más fuerte sino el más despiadado, el que menos cosas tiene que perder, aquel que no tiene conciencia. Alcestes y Ricardo son las dos caras de una misma moneda. El bien y el mal. El orden y el caos. El público al verlos se pregunta: ¿cuánto de lejos o de cerca estoy de ellos?
Misántropo es una advertencia social. Es un retrato de la podredumbre moral de una sociedad que parece desfallecer, pero donde aún hay gente dispuesta a luchar hay una esperanza. El autor nos pone ante el espejo para hacernos reaccionar. En Ricardo III parece no haber esperanza, es una especie de última bengala pidiendo auxilio antes de la hecatombe. Es el final del estado.
Alcestes sufre en escena, se enfada, ama, pelea por sus principios y finalmente acaba yéndose, invitando al público que se queda en esa sociedad a que haga algo. Ricardo disfruta actuando, ríe, seduce al público, porque es lo único que le interesa, los demás son despreciables, superfluos. Solo pelea por sí mismo, por el poder. Está ahí para decir: nuestra sociedad es una farsa que no merece la pena. Frente a cualquier atisbo de solidaridad, siempre trabajosa, está el placer de uno mismo. Pero detrás de eso, de esa comedia, de la fascinación de esa ausencia de conciencia tan liberadora, Shakespeare nos muestra lo que viene: el infierno. Un infierno que está ya demasiado cerca.
Existe también una relación profunda entre Hamlet y Ricardo III. Hamlet aparentemente es una obra de gran calado filosófico, mientras que Ricardo III parece una obra política. Sin embargo, están intercomunicadas y podemos hacer una lectura política de Hamlet al tiempo que una filosófica de Ricardo III. De hecho, ambos son personajes que dialogan de manera cercana.
Hamlet, un intelectual, un estadista más que un guerrero, descubre a través de la muerte de su padre el mecanismo que mueve el mundo. El intercambio constante del poder. Lo descubre de manera atroz. El dolor le consume. No el dolor por la muerte de su padre, sino por entender que debería dejarse vencer por el mecanismo y ceder ante él, es decir, vengarse. Matar para defender su posición. Su cuota de poder. Su vida, al fin y al cabo. Hamlet no quiere vengarse, no quiere claudicar ante el estado de naturaleza. Pide pruebas, busca fórmulas para posponer el acto porque intuye que es el final de la civilización. Se siente juzgado por la mirada del público. Acusado de cobarde. Decide poner en marcha una representación, es decir, decide sin saberlo en ese momento, sucumbir al mecanismo y convertirse en un asesino que acaba con su propia vida. Hamlet se resiste, pero finalmente acaba arrastrado por la rueda. Su última frase, “el resto es silencio”, muestra como él es el dueño del juego. Hamlet descubre tarde que él mismo es el mecanismo. Y acepta sereno que la historia avance de nuevo para recibir a Fortimbrás.
Ricardo hace el viaje inverso. Él se erige en el mecanismo desde el inicio. No tiene nada que perder. No hay principios, no hay conciencia. Tan solo un deseo irrefrenable por llegar a lo más alto de la pirámide. Le divierte saber que los demás caerán anclados por los últimos resquicios de humanismo que quedan en el paisaje. Él los exprime. Se aprovecha de ellos para convertirse en el gran depredador. No hay ni atisbo de sufrimiento. Habla con el público mostrándoles cada paso de lo que va a ocurrir. Los alecciona. Si Hamlet se siente por debajo de un público que lo acusa, Ricardo se relaciona con el espectador como un profesor que imparte la lección y viene a decir: el mundo es así.
Y, de pronto, Ricardo llega al poder. Y ahí, al revés que Hamlet que acepta su destino, empieza a sentir que no quiere que la rueda gire, no quiere desaparecer. Ricardo deja de ser verdugo para convertirse en víctima. El sistema es implacable. No hay piedad. Él, que tan bien conoce como funciona todo empieza a sentir que por debajo se establecen coaliciones para acabar con su figura. El mecanismo es implacable incluso para sus servidores, incluso para aquellos que lo conocen. Ricardo oye el ruido de los engranajes. El terror que él mismo ha creado se le viene encima y a diferencia de Hamlet que serenamente acepta el juego –el resto es silencio–, Ricardo grita aterrado que alguien le ayude, que alguien lo saque de allí: “Un caballo, mi reino por un caballo” es su última frase. Es el grito de angustia del hombre que descubre tarde que la clemencia no existe para nadie. Hamlet pone fin a la historia. La historia pone fin a Ricardo.
Israel Elejalde
Fotos: Vanessa Rábade / Eduardo Moreno / Ceferino López