Compartimos los apuntes de trabajo de Miguel del Arco surgidos a partir de los talleres de investigación de Antígona y que sirvieron de pauta para que el equipo artístico y técnico abordara la primera fase de ensayos. Antígona puede verse en El Pavón Teatro Kamikaze del 9 de agosto al 3 de septiembre.
No me interesa definir un espacio concreto, ni un tiempo concreto. Pasa entonces y pasa siempre. Buscando esa doble cualidad dionisíaca de la lejanísima proximidad, deberíamos saber cómo transportar al espectador a un espacio/tiempo que, sin ser el suyo, le resulte conocido o válido por sí mismo.
Debemos conseguir que se sientan identificados por momentos. También perturbados por sentirse identificados y que busquen escapar. Que la acción y la palabra los succione y, al mismo tiempo, los zarandee, los golpee de una forma irracional.
«La atmósfera que debe rodear a la palabra, clara y diáfana, con peso y ritmo, sentenciosa, debe apelar a la parte más irracional del ser humano».
La atmósfera que debe rodear a la palabra, clara y diáfana, con peso y ritmo, sentenciosa, debe apelar a la parte más irracional del ser humano. A aquello que no puede ser explicado con facilidad, lo que no puede ser argumentado. Tanto Creonte (Carmen Machi) como Antígona (Manuela Paso) y el resto de los personajes exponen sus razones con contundencia. La contradicción dionisíaca que debemos buscar en los coros y las atmósferas que estos desarrollen para las escenas es la parte que no atiende a los argumentos y sin embargo los moldea con tanta o más fuerza que la razón. Dioniso protagoniza la telestiké, una palabra que puede traducirse por “mística”, no en su acepción cristiana, que se refiere a la parte de la teología sobre la que versa lo espiritual y contemplativo, sino en su significado literal de “algo que incluye misterio y razón oculta”.
Es mi intención hacer una obra muy corta. Violenta. Salvaje.
PUNTO DE PARTIDA
1/
Polinices (Yon González) yace muerto, desnudo en medio de la oscuridad. La luna lo ilumina. Fría, distante. Todo a su alrededor es amenaza. Hasta el propio cadáver parece sobrecogido, sorprendido por la muerte, aterrorizado ante la perspectiva de no poder hacer nada para evitar ser devorado por alimañas que, aún no siendo visibles, están terroríficamente presentes. Expectantes. Ávidas de carne.
Las nubes crean interferencias en la luz que irradia la luna. Aliadas de las fuerzas que desean apoderarse de la joven y fresca carne del cadáver (sin que necesariamente deban parecer fenómenos naturales, puesto que son sensaciones. Tal vez este comienzo no sea más que un mal sueño o una pesadilla de Antígona que confecciona una imagen onírica de su hermano muerto en el campo de batalla).
La oscuridad se plaga de los brillantes ojos de las fieras, que desaparecen en cuanto la luna se deshace de sus filtros. Aunque se siguen escuchando sus pasos, el ruido de sus mandíbulas y sus picos en los movimientos reflejos que produce la cercana posibilidad del descuartizamiento.
El silencio del páramo nunca es completo. El aire aún está impregnado de los ecos de la batalla, de los estertores de los moribundos, de los que huyen y de los que celebran la victoria.
El alma de Polinices se incorpora, como si tomara aliento de vida sin ser aún consciente de haber despertado a su propia muerte. Un bebé desnudo y tambaleante que da sus primeros pasos rodeado de una opresora hostilidad. Mira su cuerpo, aún tendido sobre la negra hierba, lacerado por las heridas que lo han matado. (Podríamos buscar la posibilidad de proyectar el cuerpo brutalmente herido sobre el propio cuerpo del actor y que una vez que éste se levantara la proyección continuara sobre un pequeño lecho de hierba a juego con la negrura de las cuerdas).
«El alma de Polinices se incorpora, como si tomara aliento de vida sin ser aún consciente de haber despertado a su propia muerte. Un bebé desnudo y tambaleante que da sus primeros pasos rodeado de una opresora hostilidad».
La luna desciende para darle cobijo en su interior. Esfera refulgente, opaca. Polinices busca el hueco para introducirse en su interior y hacer el camino contrario a la vida. Polinices introduce los pies. La fuerza interna lo deja suspendido en el aire. Como suspende un dolor indecible hasta que es definitivamente succionado, triturado. La sangre se hace visible desde el interior y su color lo tiñe todo. La esfera se vigoriza. Bombea. La muerte se convierte en ritmo de vida, en ansia vital que cuanto más se acelera para disolver la idea de la muerte más se acerca a ella. Salvaje. Violenta. (Tal vez la esfera solo baja sobre él y lo asimila para preservar la imagen del nacimiento para la primera aparición de Antígona).
2/
El vino lo tiñe todo de rojo como se tiñe una pared con los sesos y la sangre de alguien que recibe un disparo a bocajarro en la cabeza. Los cuerpos se enroscan intentando disolverse unos en los otros en el desesperado intento de disolver la frenética incomprensión de la muerte.(La agrupación de una manada animal encerrada en un espacio pequeño cuando es atacado por una fuerza que intuye letal).
Del aire agotado, del descontrol de los físicos exhaustos, del terror aparece la palabra. Intenta convocar el espíritu del futuro que suena a quimera desesperada. Y, sin embargo, siente la necesidad de reafirmarse. La fuerza de la naturaleza que le impulsa a vivir, a existir. La primera idea rearma el valor y el pulso se acelera por la magnitud del pánico. Las voces se van sumando en torrentera, se envalentonan al escuchar el ruido que producen juntas. Terror y entusiasmo desatan el paroxismo.
«El mismo dolor, el mismo aullido, el mismo terror, el mismo aire agotado, el mismo cuerpo exhausto buscando impotente la manera de exhalar una plegaria. La palabra nace del miedo, de la herida abierta, de la fuerza vital que contiene la muerte».
Danza de locos que alumbra el nacimiento de Antígona en dirección contraria al camino emprendido por el espíritu de su hermano. Negación de vida. El mismo dolor, el mismo aullido, el mismo terror, el mismo aire agotado, el mismo cuerpo exhausto buscando impotente la manera de exhalar una plegaria. La palabra nace del miedo, de la herida abierta, de la fuerza vital que contiene la muerte.
Antígona ha dicho no. Decidida a sobrepasar el pánico que quiere paralizarla. Se enfrenta a la esfera donde los cuerpos siguen mezclándose en una realidad paralela. Como un huevo preñado que de vez en cuando deja traslucir la vida que contiene. Antígona se convierte en fórceps que obliga a su hermana Ismene (Ángela Cremonte) a nacer a su misma idea, a la realidad de su pavor. La despierta como si ella misma fuera una medicina antipsicótica que diluye la paranoia de su hermana pero multiplica el dolor.
PRIMERA ESCENA
La palabra vuelve a cabalgar sobre el aire que falta, sobre la respiración tortuosa, sobrecogida por la presencia de la muerte, desesperada por permanecer en la vida, entrecortada por las amenazas.
La luna parece haberse ocultado por completo tras las nubes, haciendo que la oscuridad vuelva a ser tan espesa y negra como los pensamientos de Antígona. La maleza se interpone entre las hermanas como si fueran dos tristes moscas atrapadas en una gigantesca tela de araña.
3/
Investidura de Creonte
Sale el sol. La esfera se ha convertido en un sol naranja que recorta la figura de quien se quiere apoderar de su resplandor.
Se celebra la luz. La noche se aleja y con ella las sensaciones que sobrecogieron los ánimos. El sol asciende duro, despiadado. Igual que calienta y ciega, acelera la putrefacción de los cadáveres. Un sol que quema el horizonte y lo vuelve líquido, siempre en movimiento, siempre variable, incapaz de decidir la forma que tiene. La luz del día no consigue diluir del todo los ecos nocturnos, hacerlos desaparecer, solo los obliga a replegarse. Permanecen al acecho.
«Se celebra la luz. La noche se aleja y con ella las sensaciones que sobrecogieron los ánimos. El sol asciende duro, despiadado. Igual que calienta y ciega, acelera la putrefacción de los cadáveres»
Los ilusos que se creen a salvo tratan de construir un orden nuevo. Y se entregan a su misión tan irracionalmente como la noche se entregó a los excesos. Articulan las palabras sobre las que creen sobrevolar el caos y dejarlo atrás como una pesadilla, un terror nocturno.
Y la palabra fluye hinchada por un aire impostado. Consciente de su importancia, inconsciente de su fragilidad.
Imponen el silencio como antídoto al terror pero en él resuena petrificado. La palabra se retoma utilizando más aire del debido, ordenando en lo que no puede ser ordenado. Percutante en su grandilocuencia. La maquinaria de la soberbia vuelve a ponerse en marcha. De cero a cien en apenas unos segundos, un bólido perfectamente engrasado.
4/
Coro. Portento del mundo
La esfera ya no es ni luna ni sol sino orbe. Una bola terráquea de educación primaria que se desploma sobre el guardián tras su primera aparición ante Creonte y lo aplasta a los pies de un grupo de poderosos individuos. Llevan máscaras o capuchones como los terroristas o los luchadores o los sadomasoquistas. Lo celebran con júbilo pero sin demasiada energía, sin demasiada acritud, sin mucha empatía… Una controlada laxitud, un controlado entusiasmo. Beben. Y gritan o cantan componiendo sonidos que recuerdan a la noche, a las aves de rapiña, al silencio de la muerte. Miran el orbe que ahora se les descubre como bola de cristal. Les hace gracia lo que ven, tal vez porque no les importa lo más mínimo, tal vez porque les divierte el exceso de su acción. ¡Tanto movimiento desesperado en quien está condenado a estar eternamente quieto! Se entretienen a su alrededor. Uno de ellos se ciega e intenta golpear el orbe como si fuera una gigantesca piñata. Y lo consigue. El orbe abre su vientre y descarga sobre la tribu el jugo que encierra. Cubiertos de la esencia vital la tribu amenaza con la misma laxitud, la misma controlada exaltación, la misma terrorífica lejanía: portento del mundo, atente a las consecuencias.
8/
Cortejo fúnebre
El cielo se ha cubierto. La extraña comitiva avanza. Quiere ser procesión pero los sonidos no llegan a fraguar un tempo rítmico. Como si se colaran interferencias de otras emisoras en un programa sacro. Como si la liturgia se envenenara por el sonido de los comercios exteriores, el mercadillo alrededor del evento, las voces de los periodistas que lo retransmiten e intercalan en sus partes anuncios de los patrocinadores, el ruido del tráfico.
Las voces de los cofrades se mezclan a dentelladas, casi superpuestas, ansiosas por expulsar palabras, generando un ritmo tan frenético con ellas que parecen abocadas a amalgamarse aunque resultan claras, sonoras, hirientes. Conforman una espiral a la que parece no quedarle más remedio que ser grito y, sin embargo se transforma en silencio. Un silencio denso que expulsa a Antígona y la suspende por encima de sus cabezas.
«Antígona habla en un susurro, tal vez pensamiento sobrecogido. Espacio mental de su terror. Sigue aquí, pero el pensamiento del más allá la sitúa de lleno en tierra de nadie».
Ella habla en un susurro, tal vez pensamiento sobrecogido. Espacio mental de su terror. Sigue aquí, pero el pensamiento del más allá la sitúa de lleno en tierra de nadie. Es zarandeada, manipulada. Monigote sin voluntad propia. Una nueva espiral que la empuja, que tensa la cuerda con la que será disparada hacia el espacio como si fuera la flecha en un gigantesco arco divino. El sonido se disuelve como si hubiéramos dejado atrás la atmósfera terrestre. Antígona pierde toda referencia espacial. Oscuridad. Ya no sabe si está arriba o abajo. Si vuela o está sepultada. El silencio tiene la densidad del petróleo. Antígona solo se ve a sí misma con la pequeña luz que porta. Una luz que se extingue hasta que todo tiene el mismo color, ningún color. Y el eco de un sonido que se pierde en la inmensidad del universo sin dejar de exigir su derecho a ser escuchado.
9/
Tiresias
El sonido con el que perdimos a Antígona parece rebotar en los límites del espacio y volver hacia nosotros. Como las sondas terrestres que se envían al espacio con música de los Beatles para que otras formas de vida vean de lo que son capaces los humanos. Su ruido es cada vez más audible y digo ruido porque vuelven a mezclarse diferente formas de autodeterminación. Nunca empastadas y que, sin embargo, generan un sonido orgánico. Vuelve a latir con ansiedad. La ansiedad ante la espera de una respuesta que no termina de llegar. Creonte corta la ansiedad como quien corta una llantina histérica de un bofetón. Los gritos se repliegan en un espacio ínfimo creyendo que configuran un terrible silencio, pero su eco se extiende como una nube tóxica.
10/
Sonido de fiesta
Una música inapropiada acogida por el silencio de su propia inadecuación. Suena clara, diáfana. Todos los estupefactos oídos atentos a ella. Como si sonara un reggaeton en un sepelio. Quiere ser feliz pero la atmósfera se lo impide. Y cuanto más contraria es a la felicidad del intento más se envenena todo.
Van apareciendo los gritos que convocan al dios. Cuchilladas en medio de una felicidad organizada por la administración que no consigue su propósito. Placer y dolor, sin embargo, van encontrando una manera de convivir que no es racional, solo rítmica. Ambas se congratulan y se animan mutuamente conformando una fuerza centrífuga que se acelera progresivamente. Cuanto más duele más placer provoca. Se acelera tanto el frenesí que pronto se verá obligada a lanzar disparados a sus danzantes o llevarlos a una nueva dimensión.
“Dioniso era popular, democrático en el sentido de que no hacía distinciones. Su culto, como el de los cristianos, estaba abierto a todos, incluso a los esclavos, desde el agricultor que, borracho, daba saltos entre los surcos de sus tierras al aristócrata que, borracho también, participaba en una bacanal extática. Tanto el borracho pobre como el rico eran liberados,en ellos se producía el éxtasis en el sentido literal: el yo interior abandonaba sus cuerpos para que penetrara en ellos el dios, que utiliza sus cuerpos como morada temporal. Todavía hoy seguimos diciendo – creyendo, diría yo – que lo que hacemos bajo los efectos del alcohol no nos es atribuible, como si dejáramos de ser nosotros mismos, como si nuestra memoria ancestral recordara que Dioniso nos posee a través del vino”.
Bernardo Souvirón, El rayo y la espada
La esfera vuelve a teñirse de sangre cuando Hemón (Raúl Prieto) se rebana el cuello. Deberíamos poder mostrar ese momento como una irrealidad que sobrecoja por su realismo. Un chorro de sangre que, tras el paso del acero, sale pletórico como vi en la matanza de los cerdos. Un surtidor de líquido rojo. El mismo néctar que se derramó sobre los dioses se derrama ahora sobre la madre que asiste impotente al espectáculo de ver el joven corazón de su hijo impulsando fuera de sí la vida.
Vuelve a aparecer el grito que invoca la aparación del dios. Un grito desesperado. Un grito que se vuelve materia y lo llena todo. Un grito de tal envergadura que consigue darse la vuelta a sí mismo y convertirse en matérico silencio.
Adaptador y director de Antígona